“La ley de calle es:

No sepo y no sapo”

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Roberto tuvo que irse de la casa a sus 13 años, luego de que su familia se diera cuenta de que estaba vendiendo, poco a poco, objetos del hogar para adquirir dinero. Sin opciones convirtió la calle en su nuevo refugio.

Para sobrevivir se involucró con una banda dedicada al microtráfico y al hurto. Un amigo lo ayudó a entrar. La banda, cuyo nombre Roberto prefiere mantener en secreto, operaba en el centro de Bogotá. Luego pasó a otra banda en el barrio en el que ahora vive. Acepta que su motivación principal para entrar en el negocio fue el dinero, pero también la necesidad de sentirse protegido.

En las bandas no se conocen por sus nombres de pila, sino por sus apodos. El apodo que le asignaron a él era acorde con su rango. “Utilizaban el abecedario y el orden de mando se evidenciaba por la inicial del apodo”, relata. El jefe tenía un apodo que iniciaba con la “A”, el que le seguía al mando iniciaba con la “b”, y así sucesivamente hasta llegar a la “Z”.

Eran 30 integrantes los que hacían parte de la banda. La mayoría eran menores de edad. Debían comercializar marihuana, tusi, perico y pepas. Lo hacían en el centro de Bogotá, donde tenían identificados cinco “huecos”, transitados por habitantes de calle, sus principales clientes. A diario, el jefe les surtía cierta cantidad de drogas, que debían vender sí o sí. La regla era: si no venden lo que se les da se les duplica la cantidad, después el triple y así iba aumentando.

En caso de no lograr vender la droga, cuenta Roberto, los mataban porque ya sabían mucho del negocio y porque “ya eran sapos y eso no le servía al jefe”. Roberto lo pudo comprobar al ver morir a un niño que envenenaron con LCD. Utilizaban estos métodos de asesinato para no dejar evidencias porque “si lo matan con una pistola dan mucho visaje en el barrio”, asegura, entonces se cree que el pelado se suicidó o murió de sobredosis. Nunca supo qué pasó con el cuerpo de este niño.

“Vender droga no es para todo el mundo”, dice Roberto, pues el riesgo que se corre a diario es muy alto. No se puede confiar en nadie y prácticamente no hay amigos. Por eso decidió volver a su casa y pedir perdón a la familia. Sin embargo, él continuó con la venta de drogas y el hurto.

Roberto recuerda la vez que la policía lo intentó capturar frente a su casa con un amigo. A su amigo lo llevaron y él pudo escapar. Según Roberto, los policías le metieron a su amigo una bolsa de bazuco en los bolsillos, adicional a la bolsa de perico que ya llevaba; además, lo golpearon casi hasta matarlo en el CAI. Logró salir con vida, pero le advirtieron que se tenía que ir de la ciudad. Recolectó con ayuda de algunos amigos y la familia de Roberto unos 250.000 pesos para irse a un municipio cercano. “En el CAI mandan ellos”.

El trato que recibía dentro de la banda era muy “familiar”, la única regla que tenían era “ser firme, no hablar más de la cuenta, usted ya vivió su vida y su vida ahora es la banda. Si usted habla mucho le va mal, si usted obra mal le va mal, cualquier cosa que usted haga contra la banda es ser falso y allá lo falso lo pagan con la muerte. La ley de calle es: no sepo y no sapo”.

Roberto se saltó esa ley. Así que decidió contarle a otra banda sobre los proveedores de droga que tenían en la suya.

Lo intentaron apuñalar más de dos veces. Solo una de esas puñaladas lo hirió, pero no de gravedad. Durante muchos meses lo siguieron y compartieron sus fotos con otras bandas de Bogotá para localizarlo más fácil. Gracias a un amigo se enteró de las fotos. Roberto se escondió cuatro meses.

El último atentado que sufrió fue el 31 de octubre de 2021. “Debía estar del trabajo a la casa, porque me estaban persiguiendo y enviando personas para invitarme a salir con el fin de matarme”. Aun así, no quiere irse de la ciudad. Dice que nunca más quiere volver a ese negocio y asegura que por ahora es Dios quien lo ha salvado.



logos Unidad de Investigación Periodística y Politecnico Grancolombiano

Mayo 2022, © Todos los derechos reservados