No hay infierno pequeño

flecha

*Rafael recuerda de su infancia el frijol, la yuca y el tomate que cultivaba con su papá en una pequeña y humilde finca de la familia. Asegura que durante siete años la vida transcurrió en esa rutina campesina. Pero más que el olor de la tierra y las hiervas del campo lo que a él le apasionaba era el sonido robusto, ronco y potente de las motos. Por eso a los nueve años ya sabía manejarlas.

*El nombre se cambió por petición de la fuente.

“Mi primo mantenía unas motos muy bonitas, me gustaban mucho, y él me las prestaba. Un día el patrón de él vio que yo tenía buen potencial, le pidió a mi primo que me dijera si yo podía manejar la moto”. Rafael aceptó. Podría dejar la vida rural y acceder a un sueldo. Debía manejar en la zona fronteriza entre Colombia y Venezuela, en Norte de Santander, y traer al patrón “contrabando de todo: mercancías y droga”, pero también se convirtió en conductor de sicarios.

Cansado de la vida ilegal en Málaga Santander, abandonó el pueblo y se refugió en Bogotá, ciudad a la que había llegado su padre buscando oportunidades. Rafael debía estar lejos, de lo contrario el hombre para el que trabajaba le cobraría la traición de abandonar el rol de motero de sicarios. “Mi papá me invita a Bogotá, supuestamente para hacer una vida nueva. Pero llegué a un barrio delicado, pero re delicado, porque eso eran muertos, plomo, como un infierno y yo me aparto de eso, yo ya no quería eso. Pero también en ese momento empiezo a consumir y luego a la venta directa”.

“Mi casa quedaba a media cuadra de la olla principal, una olla de ollas, donde se comercializaba de verdad en Soacha y en Bogotá”. Rafael cambia el tono enfático para hablar de un amigo de su padre, de 42 años, que mataron. “Él tenía la línea en el centro de Bogotá, a tan solo cuadra y media o dos cuadras de la Casa de Nariño”. La recuerda grande, vieja, con paredes muy gruesas. En ese lugar empezó a vender drogas en pequeñas cantidades, tanto a habitantes de la calle como a distinguidos personajes de la política colombiana, empresarios y universitarios. En un turno de doce horas podía ganar entre 50 mil y 60 mil pesos.

Según Rafael, el patrón de Bogotá era amable con él. Decía “váyase con esta mercancía”. Me gustaba mucho hablar con él porque no lo obligaba a uno a hacer absolutamente nada. Solo decía: “Vea chino, se va a ganar tanto si lleva esto al centro, ¿quiere o no?”.

Durante ocho años Rafael vivió en lo que describe como un pequeño infierno en la tierra. Pero una mañana, tras haber fumado casi ocho vichas, se levantó y observó el lugar en el que se encontraba: un rancho de tablas, con el piso cubierto de ceniza de cigarrillo. “Yo dije: Uy, Dios mío, ¿qué pasa?”. Aunque su padre creyó poco en la suplica y en el propósito de salir de ese mundo, lo ayudó. Inició un proceso de rehabilitación que él recuerda como tedioso. Lo logró.

Rafael toma agua como si se tratara de un bálsamo que ayuda a relatar con suavidad los momentos difíciles de su vida. Está tranquilo. Accedió a dar la entrevista porque siente que está lejos de ese mundo en el que creció, no obstante, asegura, el microtráfico está en cada esquina del país. Reconoce que la familia es un núcleo importante para evitar no solo el consumo de drogas, sino que menores de edad se involucren en el negocio. Actualmente se gana la vida en una fama de un barrio en Soacha.



logos Unidad de Investigación Periodística y Politecnico Grancolombiano

Mayo 2022, © Todos los derechos reservados