Camilo estudiaba en un colegio público del barrio El Codito, ubicado en los cerros nororientales de Bogotá. Al término de la jornada escolar, en las tardes, se quedaba jugando microfútbol, con otros compañeros, en un parque cercano a la institución. Disputando la pelota veían llegar el anochecer. Otros hombres, mayores que ellos, se sumaban y los incitaban a apostar dinero. “En cierto punto nos empezaron a pagar con droga. Que miráramos qué hacíamos con eso, que era la ganancia. Nosotros no conocíamos del tema, entonces la botábamos. Nos daba susto”, relata Camilo.