La ley del cuchillo

flecha

Solo han pasado siete meses desde que Miguel cumplió la pena por cinco años que debió pagar en la cárcel La Picota de Bogotá, luego de atracar, cuchillo en mano, a un hombre en el norte de Bogotá, en busca de plata para consumir droga. De los años tras las rejas saca una dura conclusión sobre las bandas de microtráfico y narcotráfico: “Los alfiles y las torres están en las calles, pero los reyes y las reinas están dentro de las cárceles, encerrados y bien cuidados por el INPEC (Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario), donde no hay riesgo de encontrarse con los enemigos del barrio”.

Los primeros días en la cárcel comprendió que debía ser parte de algún grupo para sobrevivir. Cuando lo pusieron a escoger “entre la ley del jabón o el del cuchillo”, tomó el segundo, para mostrar que era capaz de matar sin medidas y no un “marica lava ropa”. Con ese perfil se dio cuenta que la cantidad de droga que podía mover dentro de la cárcel superaba en cuatro o hasta en cinco veces la cantidad que solía mover en la calle. “Me encargaba de guardarla, arreglarla y distribuirla dentro del patio”. También aprendió a hacer chamber (licor casero), y a manipular bazuca, marihuana y perico.

En su celda Miguel recordaba la vida que había tenido de niño. Una vida normal. Incluso se consideraba el consentido de su casa pese a ser “la oveja negra de la familia”. Pero la vida le dio la vuelta cuando su madre murió. Tenía 15 años, una hermana mayor que él sentía distante y una sensación profunda de soledad. Para sobrevivir encontró en los amigos, el licor y en más de 20 cigarrillos diarios un refugio. Después vendría la marihuana.

La marihuana le abrió paso a un nuevo mundo en el que no solo podía ser consumidor, sino también obtener ganancias del 30% o 40% si la vendía. Se involucró a fondo en el negocio. Sabía dónde comprar y en qué lugares la podía vender. Con el tiempo pasó a distribuir éxtasis y perico en San Cristóbal, Toberín y Babilonia, barrios de Bogotá. Entre los 15 y 17 años se sentía intocable porque por ser menor de edad era complejo que le cayera el peso de la ley. “No creía en nadie, no copiaba en nada y me importaba un culo lo que los demás dijeran”.

Por trámites de su hermana, Miguel fue acogido por el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF), y después pasó a una fundación en la que buscó rehabilitarse. Cuando salió, próximo a cumplir 18 años, sufrió una recaída. Intentó recuperar la pequeña banda de microtráfico que había consolidado años atrás, también con menores de edad, en roles de inversionistas, distribuidores y un coordinador, pero se dio cuenta que tras su ausencia los roses habían aumentado y otra banda los había apaciguado. Miguel se convirtió en un habitante de calle y en ladrón de transeúntes.

Cuando estaba próximo a obtener el boleto a la libertad le llegaron muchas ofertas de guerrilleros, paracos y narcos. Le ofrecían trabajo en una olla o en plantaciones de cocaína. Los rechazó, porque sus proyectos eran otros: salir de ese mundo, sociabilizarse y recuperarse; aprovechar el tiempo perdido luego de haber tocado fondo y darse cuenta de que su objetivo es hacer y gozar de una nueva vida. “La vida no es fácil, no se logra de la noche a la mañana, pero el abecedario tiene 26 letras, esos son mis planes, 26 para superarme a mí mismo, antes de volver a caer”.



logos Unidad de Investigación Periodística y Politecnico Grancolombiano

Mayo 2022, © Todos los derechos reservados