Roberto está sentado en la silla del parque de un conjunto cerrado ubicado en el occidente de Bogotá. Tiembla. Se frota con fuerza sus manos. Sonríe tímidamente a las periodistas. Va el saludo rápido de extraños que solo han cruzado algunas frases para concretar el encuentro a través de WhatsApp.
Duda de la entrevista. Teme por su vida. Su historia, aunque es la de muchos jóvenes menores de edad en Colombia, le puede costar mucho. Pertenece a un mundo en el que ser un “sapo” no tiene perdón.
El equipo de periodistas le asegura que guardará su identidad, tal como se había acordado previo a la cita. Roberto respira hondo. Acepta.
Un mes después del inicio de clases un grupo de madres ingresó, con angustia, a la oficina de la rectora. Le relataron que sus hijos, estudiantes de grado sexto y séptimo, eran obligados a comprar marihuana por un estudiante mayor, de grado décimo, que ellas conocían porque vivía en el barrio. Sabían que era un jíbaro que realizaba profundos huecos en un barranco frente a su casa para introducir en ellos paquetes de marihuana.
Ver másRoberto tuvo que irse de la casa a sus 13 años, luego de que su familia se diera cuenta de que estaba vendiendo, poco a poco, objetos del hogar para adquirir dinero. Sin opciones convirtió la calle en su nuevo refugio.
Para sobrevivir se involucró con una banda dedicada al microtráfico y al hurto. Un amigo lo ayudó a entrar. La banda, cuyo nombre Roberto prefiere mantener en secreto, operaba en el centro de Bogotá.
Ver más“Mi primo mantenía unas motos muy bonitas, me gustaban mucho, y él me las prestaba. Un día el patrón de él vio que yo tenía buen potencial, le pidió a mi primo que me dijera si yo podía manejar la moto”. Rafael aceptó. Podría dejar la vida rural y acceder a un sueldo. Debía manejar en la zona fronteriza entre Colombia y Venezuela, en Norte de Santander, y traer al patrón “contrabando de todo: mercancías y droga”, pero también se convirtió en conductor de sicarios.
Ver másCamilo estudiaba en un colegio público del barrio El Codito, ubicado en los cerros nororientales de Bogotá. Al término de la jornada escolar, en las tardes, se quedaba jugando microfútbol, con otros compañeros, en un parque cercano a la institución. Disputando la pelota veían llegar el anochecer. Otros hombres, mayores que ellos, se sumaban y los incitaban a apostar dinero. “En cierto punto nos empezaron a pagar con droga.
Ver másSolo han pasado siete meses desde que Miguel cumplió la pena por cinco años que debió pagar en la cárcel La Picota de Bogotá, luego de atracar, cuchillo en mano, a un hombre en el norte de Bogotá, en busca de plata para consumir droga. De los años tras las rejas saca una dura conclusión sobre las bandas de microtráfico y narcotráfico: “Los alfiles y las torres están en las calles, pero los reyes y las reinas están dentro de las cárceles, encerrados y bien cuidados por el INPEC, donde no hay riesgo de encontrarse con los enemigos del barrio”.
Ver másAntonio creció en una familia pequeña, con una madre soltera, dos hermanos y varias sobrinas. La situación económica era difícil. Empezó a trabajar desde muy joven para tener su propio dinero, dejando así los estudios en un segundo plano. En la búsqueda de recursos económicos se fue a vivir a Soacha, municipio de Cundinamarca, en donde le ofrecieron vincularse al negocio de las drogas: tenía 17 años.
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